En un desgarrador acto de desesperación, la esposa de Miguel Uribe, un hombre cuya vida se apagó de manera trágica, suplica entre sollozos: “¡No te mueras, no me quiero quedar sola!” En una sala de duelo que parece detener el tiempo, su llanto resuena como un eco de dolor, mientras se aferra al cuerpo inerte de su esposo, implorando por su regreso. “Despierta, Miguel, despierta”, repite, mientras su mundo se desmorona a su alrededor.
La escena es devastadora. El padre de Miguel, inmóvil y con la mirada perdida, se enfrenta a la cruel realidad de haber perdido a su único hijo, un sacrificio que ha dejado su alma hecha trizas. La sala, llena de rostros apagados, se convierte en un testigo silencioso de la tragedia. Nadie se atreve a acercarse, y el aire se siente pesado con el lamento de una esposa que no sabe cómo continuar sin su amor.
La esposa, en un acto de desesperación, se arrodilla junto al féretro y clama al cielo: “Señor, si no puedes devolverme a mi esposo, llévame a mí”. Su súplica resuena en el corazón de todos los presentes, quienes no pueden contener las lágrimas. La impotencia y la rabia se apoderan de la sala, donde la injusticia de un país que no protege a sus ciudadanos se siente palpable.
Mientras el sacerdote inicia una oración, su llanto desgarrador interrumpe el ritual, convirtiendo el momento en un grito colectivo de dolor y desesperanza. En medio de esta tragedia, la esposa se aferra a la memoria de los momentos compartidos, mientras el padre, con el alma rota, siente que su vida ha perdido todo sentido.
“¿Qué hice para merecer esto, Dios mío?”, murmura, mientras el silencio se convierte en un grito ensordecedor. Esta no es solo la historia de una muerte, es un grito de alerta sobre una sociedad que se desmorona, un recordatorio de que la vida puede cambiar en un instante. En este momento de profundo dolor, el nombre de Miguel Uribe quedará grabado en la memoria de quienes lo amaron, mientras su esposa y su padre enfrentan la soledad más cruel.